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Foto del escritorMarilia Chavez Caceres

LA MONTAÑA DE SIETE COLORES Y MI ORGULLO AVENTURERO

Vinicunca o Winicunca, llamada también Montaña de Siete Colores, Montaña Arcoiris o Montaña de Colores, es una de más de 6.000 metros que está ubicada en Perú, cerca de Cusco. Llegar a su cima y observar toda la belleza del paisaje, además de ver la variedad de colores -son más de siete- que tiñen la tierra , es posible. Se necesita hacer una caminata de varias horas, subiendo y luchando contra la altura. Hay que ganarse la cima de la montaña me habían dicho, y cuánta razón tenían. 

Me encontraba en Cusco con Kevin, mi amigo francés con quien viajaba desde Lima (pueden leer la historia acá) y el fue quien me convenció para hacerlo. En mis planes no estaba realizar esta caminata, no tanto por falta de ganas, sino más bien por que tenía que llegar pronto a Bolivia para empezar a filmar un documental. Sin embargo no fue difícil convencerme y a la 4:00am ya estábamos en una van, en la carretera que conduce Cusco con Puno, hacia el pueblo de Pitumarca.


Los rayos del sol penetraban las ventanas del autobús y lentamente desnudaban el paisajes verde y frondoso que nos rodeaba. El camino era zigzagueante, algunas veces el conductor debía bajar completamente la velocidad del vehículo y abrirse lo más posible para poder pasar las curvas sin caer en el precipicio. Cada vez que hacía esta maniobra, alguna señora gritaba mientras el conductor y los dos guías se reían al ver nuestras caras. Aunque ellos ya habían hecho este mismo viaje cientos de veces, no tranquilizaban a algunos pasajeros al pasar cada curva y mucho menos al ver al cuerpo de bomberos y a la policía intentando rescatar un auto negro que había caído desde el precipicio al río.  

Unas tres horas después llegamos al pueblo de Ocefina (Chillca), desde donde empezaríamos la caminata hacia la montaña de siete colores. Antes de iniciar los guías nos dieron unas recomendaciones, especialmente para los que no estábamos acostumbrados a caminar a más de 4700 metros sobre el nivel del mar. Yo nunca había sufrido de apunamiento, soroche o mal de altura. Ya había escuchado que daba dolor de cabeza, ganas de vomitar, mareos y sofocación. Aunque no me daba miedo, como precaución llevábamos una bolsa llena de hojas de coca para masticarlas en todo el camino más una botella miniatura con una mezcla de alcohol y otras hojas que ya no recuerdo cómo se llamaban.

Estaba dispuesta a subir todo el camino a pie. Sabía que se podían alquilar caballos por tramos para facilitar la subida, pero mi orgullo-aventurero-terco no me permitía hacerlo y debía intentarlo. Si quería llegar a la cima, debía ganármela. 

La primera hora de caminata era plana, nos dijeron que sería la más difícil -para mí no lo fue- y al pasar la primera meseta llena de vicuñas, nos esperaban más de 30 hombres en línea con sus caballos atados enfrente de ellos. Arrieros Quechuas que llevan la rienda del animal mientras caminan, por unos 70 u 80 soles el tramo. En ese momento Kevin y yo nos miramos, y antes de decir nada, ya sabíamos que podíamos seguir a pie. Para ese momento ya habíamos aprendido a comunicarnos sin palabras y a conocer nuestro estilo de viaje. Me atrevo a decir que más de la mitad de las personas que se encontraban allí, alquilaron el servicio de caballo. Lo que ellos no sabían era que eso les ayudaría a seguir pero tan solo la primera subida. Luego debían bajarse, continuar a pie y si querían seguir a caballo debían alquilarlo nuevamente al próximo grupo de arrieros que les tocara su turno. 

Los paisajes que se recorren en esta caminata no tienen precio. Es todo un caleidoscopio de colores donde el azul, verde, marrón, rojo y amarillo son los protagonistas. Las vicuñas y alpacas miran a lo lejos a todos los turistas pasar, todos están al aire libre pero no muy lejos se logra ver las cercas hechas de palos o piedras donde pasan la noche. Sus propietarios viven ahí, en medio de este paraíso, con la altura y el frío han desarrollado atuendos y maneras de distintas de supervivencia. Sus casas hechas de barro les permite mantenerse caliente en las noches gélidas. 

Aunque la mayoría de los arrieros son hombres, también hay varias mujeres que lo hacen.

A medida que se ascendía, las piernas se sentían más pesadas. Cada paso era más difícil que el anterior y costaba más respirar. Subimos un cerro, luego lo bajamos otro para caminar un tramo recto y la siguiente subida era la más pronunciada. Muchos nos pasaban al lado encima de lo caballos, Kevin me insistía en que si yo quería alquilar uno le podía decir sin problema.

Mi orgullo aventurero no me dejaba y yo sabía que era capaz de subir sin ayuda de nadie, sólo de mis dos piernas, mi ganas … y por supuesto, mis pulmones que cada vez sufrían más. La segunda subida se hizo eterna, pero al llegar a la cima observamos todo el paisaje blanco y el Apu Ausangate (el cerro más venerado por los Incas) adornado por la nieve. Era hermoso. Todo. Aunque en ese momento supe que estábamos a mucha altura, y además de soportar la caminata, el cansancio, la falta de respiración, y como si fuera poco, se añadía el frío


Honestamente no recuerdo en cuántas horas hicimos la caminata, pero sé que de todo el grupo, sólo éramos tres que seguíamos subiendo a pie y a paso de tortuga. Kevin siempre me llevaba la delantera, él está más acostumbrado a hacer deportes extremos y caminatas, le fascinan este tipo de actividades. Aunque a mi también me gustan, la verdad ese momento fue duro.


En el último tramo alcanzas a ver a las personas en miniatura subiendo el último mirador, la nieve y los colores de la Montaña de Siete Colores que tiñen la tierra de los Andes gracias a sus compuestos minerales. Sabía que no podía tirar la toalla y en ningún momento pensé en hacerlo. Seguí a paso lento, de última, con el pecho apretado, la mejilla inflada mientras masticaba hojas de coca, con dolor de cabeza y frío. El viento azotaba cada vez más fuerte latigazos de brisa helada, ya estábamos acercándonos a la cima.

Muchos bajaban, ya venían de regreso. Nos saludábamos y en varios idiomas nos daban aliento y palabras de motivación a los que íbamos subiendo. Kevin llegó primero y se detuvo para esperarme. Unos minutos después me estiró la mano y me dio el último « empujoncito » que necesitaba.

-¡Lo logramos! le dije mientras chocábamos ambas palmas de la mano.


Fuente: patoneando

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